El día de Reyes del año 1940, me marcó. Mis padres quisieron que la festividad y su significado se hiciera presente entre nosotros de la forma más realista posible. Y para ello no se les ocurrió otra idea que colgar del balcón de la casa, en un cuarto piso nada menos, un paquetón que contenía los juguetes. Entre ellos un tren, locomotora con cuerda manual, un par de vagones y vías que se unían unas con otras formando un modesto circulo por donde la composición corría hasta que se acababa la cuerda de la locomotora. Aquello encendió mi imaginación y me convirtió en un apasionado por los trenes. Pasión que me ha durado toda la vida. Aun hoy, en el ambiente soso y desangelado de un tren AVE, no dudo en situarme en la ventanilla, y permanezco atento a cualquiera de las señales, semáforos e incidencias que puedan darse durante todo su recorrido. Y cuando cualquier detalle que observo trato de comunicarlo al compañero o compañera de viaje, me fastidia la indiferencia con la que acogen mi noticia.
Hice mi primer viaje cuando tenia 7 años. Mis padres estaban deseando olvidar todo lo que habían pasado durante la guerra y decidieron hacer algo extraordinario. Y no fue otra cosa que viajar toda la familia, ellos y sus dos hijos, a Zaragoza donde además del esparcimiento darían gracias a la Virgen del Pilar por haber terminado con bien la pesadilla de la guerra. Y el 12 de octubre de 1940 fue la ocasión que se les presentó y que decidieron aprovechar. La festividad de la Hispanidad y de la Virgen del Pilar cayó en sábado, y eso facilitó que aquél fin de semana, con dos días seguidos de vacaciones de la tienda mis padres decidieran el viaje.
Quedé como fascinado al entrar en la estación madrileña de Atocha que entonces llamábamos del Mediodía. Todavía no existía la Renfe y nosotros íbamos a viajar en trenes MZA, o sea de la línea Madrid, Zaragoza y Alicante.
La algarabía, las gentes que iban y venían, las carretillas eléctricas con equipajes o paquetería que llevaban a los trenes o que acababan de descargar de ellos, unos recién llegados y otros preparados para partir...y el ruido que todo lo llenaba, las voces y mensajes a gritos, y el humo que inundaba la estación contribuyendo al olor típico que todavía hoy, setenta y ocho años más tarde, creo percibir.
Recuperado de la primera impresión, empecé a fijarme en algún detalle. En el frente de la pared que cerrada el recinto un enorme reloj y a su lado un anuncio del Jabón Heno de Pravia. Y enseguida una locomotora, un monstruo metálico que todavía dejaba salir vapor como si fuera el jadeo del esfuerzo que acababa de hacer para entrar en la estación. Y el héroe, el maquinista que se atrevía a domeñar a aquel artilugio, allí estaba, asomado en su reducto orgulloso de su condición y de que mucha gente, como yo, le admirásemos. Muy moreno, quizás tiznado de negro por el humo. Llevaba puesta una gorra con visera. Camisa azul muy oscura con mangas arremangadas y pañuelo al cuello también azul marino. Sonreía y se le veían los dientes que blancos, destacaban de su persona morena y vestida de obscuro. Y otro personaje, parecido al primero, se movía por las afueras de la máquina, limpiando con un trapo algún tubo. "Ese es el fogonero, me dijo mi padre. Es el compañero del maquinista y el que se ocupa de que el fuego de la locomotora esté siempre alimentado y no se apague."
Ya lo comprenderás más adelante. Ahora vamos a nuestro vagón."
Iba a comenzar mi primer viaje.
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